Miquihuana: la miniatura perfecta del desencanto mexicano

 Miquihuana: la miniatura perfecta del desencanto mexicano

En un país donde la desconfianza hacia los gobiernos municipales es un deporte nacional, Miquihuana —ese pequeño rincón del Altiplano tamaulipeco donde parece que nunca pasa nada— está dando de qué hablar.

Y no por un logro histórico, un desarrollo ejemplar o una innovación administrativa, sino por algo más tradicional: el creciente desencanto hacia su autoridad local.

Según diversos sondeos comentados por los propios habitantes, Gladis Magalis Vargas Rangel, alcaldesa del municipio, aparece entre las peor evaluadas de la región.

No es un ranking aspiracional, pero sí uno que refleja con precisión quirúrgica el humor del pueblo.

Un 28% de aprobación, dicen los vecinos. Nada que no se haya visto antes en la política mexicana, pero suficiente para encender alarmas en una comunidad donde la gente todavía espera que el gobierno sea algo más que un adorno institucional.

Lo interesante —y lo preocupante— no es solo el número, sino lo que la ciudadanía asegura leer tras él: un 65% afirma estar cansado de pedir imparcialidad.

Ese porcentaje revela una fractura profunda entre lo que se prometió y lo que, según los habitantes, se ha ejercido.

Conforme al sentir local, la administración ha gobernado con inclinaciones claras hacia sus simpatizantes.

Una vieja tradición nacional, eso sí, pero que en municipios pequeños se nota más, porque las calles están demasiado cerca y todos se conocen por nombre.

Y luego el 7% que dice, que le da igual lo que hagan los gobernantes. Y como culparlos a veces la resignación es la mejor política pública disponible.

La narrativa que recorre las doce comunidades del municipio —esa que se transmite entre vecinos, tenderos y familias completas— es la de un gobierno ensimismado, poco sensible y, sobre todo, distante.

Se habla de operadores políticos desmotivados, de un DIF que reparte apoyos con precisión selectiva, y de una estructura local que parece haberse convertido en una suerte de club cerrado.

Y aunque estas percepciones no equivalen a un expediente legal, sí bastan para explicar el ambiente.

Tal vez el elemento más simbólico de este desencanto es el presunto “divorcio político” entre el Ayuntamiento y la población. No es un término técnico, pero en boca de los ciudadanos funciona mejor que cualquier indicador.

Describe un deterioro de confianza que ni la comunicación oficial ni los discursos públicos han logrado revertir.

Y en medio de este clima, surge una palabra que hace una década era casi impronunciable en municipios rurales: revocación.

No porque exista un movimiento estructurado, sino porque la idea se repite lo suficiente como para que ya forme parte del debate cotidiano. La simple mención es un signo de época. En un país donde la exigencia ciudadana crece, Miquihuana ya no quiere esperar a que “las cosas cambien solas”. Quiere decidir.

La administración local —dicen los habitantes— parece resistirse, quizá convencida de que la crítica pasará con el tiempo. Pero el tiempo, en política, tiene su propia ironía: cuando la ciudadanía se cansa, el desgaste no se detiene, se acelera.
La lección es nacional, no municipal: ningún gobierno está tan pequeño como para ignorar a su gente, ni tan grande como para no rendir cuentas. Y ningún pueblo, por más remoto que esté, ha perdido el instinto infalible de detectar cuando el rumbo no es el correcto.

Miquihuana habla.
Lo sensato sería escuchar.

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